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2 de septiembre de 2022
¡Hola desde Maldivas!
Estamos en Thulusdhoo, una isla de 1408 habitantes en el atolón de Malé, sobre el océano Índico. Veo el mar turquesa desde la terraza, estoy rodeada de palmeras, tengo el pelo lleno de sal y la cama repleta de arena... y no para de llover desde que llegamos. Y no es una lluvia tropical “de unos minutos” ni de “máximo tres días” como leí en varias webs: es una lluvia torrencial y constante que va subiendo y bajando de volumen, como si alguien la manejara con un dimmer. Hay “más lluvia” y “menos lluvia”, y nosotros (L y yo) vinimos sin paraguas, sin campera de lluvia, sin abrigo y con varios frascos de protector solar. Las ventanas se golpean por el viento, toda mi ropa está mojada, lo que puse a secar ayer (y antes de ayer, y antes de eso) sigue húmedo, ya perdí mi único par de ojotas en el mar y el chico del guesthouse nos dijo que “quizá, si tenemos suerte” veamos el sol en las próximas semanas. De a ratos me siento una boluda por haber venido en época de lluvias (“Aniko, ¿vos no eras una viajera experta?”, claramente no), pero el resto del tiempo me siento muy feliz y afortunada de estar acá. Es como si hubiese vuelto a mi hábitat. Me resulta muy natural estar en una isla a la que nunca había venido, rodeada de gente que no conozco, en una cultura distinta, en un mar en el que jamás había nadado. Me resulta muy natural estar viajando otra vez, aunque la excusa sea haber venido de vacaciones y aunque no pare de llover.
Thulusdhoo es una isla a la que se le puede dar la vuelta caminando en menos de treinta minutos. Las puertas de las casas están abiertas, las bicis no se atan, si vi tres autos es mucho, el ritmo de vida es lento. Tengo los sentidos muy despiertos desde que llegamos, y me doy cuenta de que necesitaba eso. Necesitaba volver a escuchar con atención, volver a oler, volver a sentir otros climas en el cuerpo. Hace mucho que no me tomaba vacaciones, hace mucho que no venía a Asia, hace mucho que no conectaba con este costado mío que sigue amando viajar. Una de las primeras cosas que sentí cuando llegamos (con el cansancio de un viaje de 24 horas encima) fue que había vuelto a Indonesia, uno de mis lugares preferidos en el mundo. Entre el 2010 y el 2011 viví unos siete meses en Indonesia y, en una línea del tiempo alternativa, tal vez hay una versión mía que sigue estando allá. Creo que fue la memoria auditiva la que me despertó los recuerdos: el llamado al rezo de la mezquita cinco veces al día, el sonido del ventilador prendido durante la noche, las motos que avanzan por las calles de tierra, el idioma que por momentos me resulta parecido al bahasa, los saludos de la gente local en la calle. “¿Pero qué van a hacer tanto tiempo ahí?”, me preguntó una amiga en Ámsterdam cuando le conté que habíamos decidido venir a Maldivas por un mes. Nada. Relajarnos. Vivir la cotidianidad de la isla. Estar acá. En mi caso, también, escribir. Hacerme tiempo y espacio para avanzar en dos libros en los que estoy trabajando. “Ah, como una residencia de escritura”, me dijo mi amiga, que es artista y suele hacer residencias artísticas en distintos lugares del mundo. Sí, un retiro autogestionado de escritura, mar y, al parecer, lluvia.
Todo lo que sabía de Maldivas antes de empezar a planear este viaje es que era un destino de lujo, de resorts all-inclusive y de luna de miel. Las fotos que había visto en redes eran de islas privadas con filas de bungalows extendidas como tentáculos sobre el mar. Ahora sé que el país está conformado por 1192 islas de coral, de las cuales menos de 200 están habitadas, y de las cuales 132 son islas-resort privadas (el resto, entre ellas Thulusdhoo, son islas “públicas” o locales, habitadas por los maldivos). Esas 1192 islas están agrupadas en 26 atolones que, vistos desde arriba, forman como anillos en el mar (también parecen organismos unicelulares o charcos en el océano). Varias islas de este archipiélago ya desaparecieron bajo el mar, porque este es uno de los países más amenazados por el cambio climático y, si la temperatura de los océanos sigue subiendo, puede quedar bajo agua para finales de siglo. Maldivas, además, perdió dos tercios de sus corales en los últimos 25 años por los efectos del calentamiento global. Este es el país más bajo del mundo (el punto más alto mide 2.3 m), el más chico de Asia (181 km de norte a sur por 130 kilómetros de este a oeste, incluyendo tierra y mar) y el segundo menos poblado del continente (560.954 habitantes).
Nunca pensé que vendríamos a Maldivas —por los precios y porque el all-inclusive no es lo nuestro—, hasta que hace unos meses vi que unos buenos amigos vinieron a surfear (ni sabía que había olas en Maldivas) y nos contaron que era posible hacer un viaje sin lujos (no baratísimo, pero accesible) y más en contacto con la cultura local. Cuando vi las fotos que sacaron debajo del agua me volví loca con los peces de colores, las rayas, las tortugas y, después de bombardear a mi amiga a preguntas (gracias), L y yo decidimos seguir sus pasos y venir a Thulusdhoo, el mejor spot de surf del país. Yo no surfeo, pero L hace bodyboard y a mí me encanta nadar y hacer snorkeling, así que este nos pareció un muy buen punto medio. Porque los dos amamos el mar, pero a veces no nos ponemos de acuerdo en qué tipo de mar queremos pasar tiempo.
Para llegar a esta parte del mundo tomamos un vuelo de Ámsterdam a Estambul (tres horas y media) y de ahí otro a Malé, la capital de Maldivas (a siete horas y media). Cuando vi Estambul iluminada desde el cielo sentí una mezcla de todo. Estambul es uno de los tres lugares que siempre quise conocer, desde mucho antes de empezar a viajar (los otros dos son Grecia y Egipto, y el dato curioso es que no conozco ninguno). Estuve a punto de ir a Estambul en el 2018: L y yo acabábamos de mudarnos a Ámsterdam y yo iba a aprovechar para visitar a otros buenos amigos que estaban viviendo temporalmente en la capital turca. Compré el pasaje, hice la mochila, fui al aeropuerto, llegué hasta la puerta de embarque y, cuando estaba por entrar a la manga que conecta con el avión, mi cuerpo se quedó petrificado en el piso y, como un caballo empacado, no quiso avanzar. Me puse a llorar. Sentí que si me subía a ese avión me iba a morir. La llamé a mi amiga y le dije, llorando, que no iba a ir a Estambul. Me acerqué al mostrador de embarque y le dije al de la aerolínea, también llorando, que no me iba a subir a ese vuelo. Volví a la estación de tren, deshice el recorrido del aeropuerto a casa como si rebobinara un casette, desarmé la mochila y pasé el día caminando sin rumbo por Ámsterdam, tratando de entender. Me sentía mal por haber dejado plantados a mis amigos y por haber perdido el pasaje, pero a la vez tenía la certeza de que esto tenía que ser así. Un poco de contexto: lo que me pasó en el aeropuerto no fue porque sí ni salió de la nada. En parte fue por mi miedo a volar, que en esa época estaba peor que nunca, pero más que nada fue por mi miedo a aceptar (y soltar).
En el 2016, dos años antes de lo de Estambul, L y yo estábamos viajando por Japón y fue la primera vez que lo dije en voz alta (con revoleo de mochila y llanto incluido): “Me cansé de viajar, no puedo más, no quiero viajar más”. Para ese momento, yo llevaba ocho años casi ininterrumpidos de vida nómada. Desde el 2008, mi vida consistía en viajar (primero como mochilera, después como nómada digital) y escribir acerca de mis viajes. Me movía de un lado a otro de manera constante, en general sola, y escribía blogs de viajes, libros de viajes, artículos de viajes, posts de viajes, diarios de viajes, todo de viajes. Y estaba muy cansada. Pero estaba metida en un engranaje tan perfecto —que yo misma había armado— que si dejaba de viajar me quedaba en la nada. Si no viajaba, no sabía de qué iba a vivir. Si no viajaba, no sabía de qué iba a escribir. Si no escribía de viajes, no sabía quién me iba a querer leer ni quién me iba a pagar por un texto. Y no solo me quedaría sin trabajo, lo que más miedo me daba era que si dejaba de viajar me iba a quedar sin identidad. Los viajes me definían y sin ellos no sabía quién era. Así que, al no poder enfrentarme a todo eso, me dejé llevar por la inercia viajera sabiendo que en algún momento me tocaría darle un cierre a esa etapa.
En el 2017 me animé a hablar de ese cansancio en mi blog y publiqué un post que se llamó “Me cansé de viajar”. Ese podría haber sido el fin de mis viajes, pero no. Hasta el 2018 seguí escribiendo de viajes, generando contenido de viajes y participando en viajes de prensa. Y mi cuerpo, que es de procesos lentos, decidió ponerme el freno justo antes de subirme al avión a Estambul: “Hasta acá llegamos. Vos te quedás en Ámsterdam y empezás a aceptar que ya no querés viajar, y punto”. A partir de ese momento, me llevó mucha terapia, mucho autoconocimiento y mucho tiempo hacer la transición de viajera a otra cosa (y, sobre todo, aceptarme como ese “otra cosa”). Estar quieta en Ámsterdam me ayudó a reconectar con partes mías que había dejado de lado al vivir viajando. No sé hacia qué fue esa transición, porque ya no quiero una sola etiqueta ni quiero definirme por una sola actividad. Quizá fue la transición hacia mí misma, y listo. ¿Alguna vez te pasó? ¿Te cansaste de ser quien se suponía que eras?
Por eso, cuando vi Estambul por la ventana del avión hace unos días sentí tantas cosas. Estambul, esa ciudad-puente entre dos continentes, representaba dos partes de mí: la que quería viajar y la que se cansó. La diferencia es que esta vez sí me subí al avión, la sobrevolé con alegría y recorrí el aeropuerto, aunque fuesen las 2 de la mañana, con muchas ganas de quedarme unos días explorando la ciudad. Es que en estos cuatro años entre ese no-viaje a Estambul del 2018 y esta escala en Estambul del 2022 fui deshilvanando de a poco ese “me cansé de viajar”. En su momento, fue un cansancio absoluto. “Viajar”, para mí, era todo: mi manera de trabajar, de vivir, de relacionarme y de ser. Era un estilo de vida completo, así que al cansarme me estaba cansando de todo, en bloque. Ahora que lo veo de lejos, entiendo que me había cansado de escribir de viajes, de trabajar mientras viajaba, de gestionarme canjes, de moverme tanto, de generar contenido en tiempo real, de ser “la viajera” y de escribir sobre mi vida, pero no me había cansado de viajar en sí. Nunca me cansé de conocer lugares y gente nueva, de vivir otras cotidianidades, de explorar. Y me doy cuenta de eso ahora, que estamos acá en Maldivas, con lluvia torrencial y todo.
Los primeros días en Thulusdhoo, la lluvia me desesperó un poco. Tenía una imagen ideal en mi cabeza (un reel cerebral) de cómo iba a ser nuestra llegada (con sol), nuestros primeros días (con sol), la rutina diaria (snorkeling con sol, lectura bajo el sol, caminatas por la arena), y este clima me descolocó. Pero después entendí que cuanto más rápido acepte lo que no puedo controlar ni cambiar, más rápido voy a empezar a pasarla bien. Con lluvia o sin lluvia, seguimos estando en Maldivas. Y aceptar este clima “adverso”, digamos, me ayuda a reconectar con las razones por las que estoy acá. No vinimos por los resorts, no vinimos (solo) por la playa, no vinimos por la foto; vinimos para salir de nuestra rutina, para pasar tiempo en un lugar nuevo, para descansar, para estar juntos y también para estar en contacto con la gente local, para hacer un mes de slow travel, para crear nuestro mapa subjetivo de esta isla sin asfalto, para ver peces y acariciar gatitos (está lleno), para nadar. En cada huequito entre más lluvia y menos lluvia, me meto al agua y hago snorkeling. Aunque la visibilidad no es ideal, ya vi de todo: peces turquesas, anguilas, rayas, peces-Picasso, parrotfish, cardúmenes, delfines. Y, mientras llueve, me siento frente a la ventana y me pongo a journalear (a este ritmo, me voy a quedar sin cuaderno). Cuando nos da hambre vamos a comer a los restaurantes locales, donde ya nos reconocen, y de a poco vamos descubriendo rincones nuevos de la isla. Ya va a ser una semana que estamos acá y siento que nos vamos a quedar cortos de tiempo. Últimamente, L y yo tenemos una charla recurrente: queremos volver a pasar tiempo en otros lugares, tenemos ganas de volver a Japón, de estar en el mar, de viajar. Veremos cómo sigue ese plan.
Antes de despedirme, varias cosas. Primero, gracias por todas las respuestas a mi carta anterior. Leí cada una con mucha felicidad, me encanta haber dado el paso de crear estas cartas virtuales, y disfruto mucho escribiéndolas y sabiendo que del otro lado hay personas que disfrutan leyéndolas. Por otro lado, si te gusta este tema de la lucha constante entre expectativas y realidad, sobre todo en un viaje, te recomiendo el libro “The art of travel” (El arte de viajar) del filósofo Alain de Botton. Y, por último, te comparto un ejercicio de journaling que estuve poniendo en práctica en las últimas semanas. Lo llamo “Colecciones” y el concepto es muy simple: tengo un cuaderno (muy finito, es un insert de los Traveler’s Notebook, pero se puede hacer con cualquier cuaderno) que solo completo con listas. En el encabezado de cada página pongo un título (por ejemplo: “Esto me hizo reir”, “celebraciones cotidianas”, “wishlist vital”, “recetas para probar”, “cosas que escuché”) y voy llenando cada lista de a poco. Me gusta porque cada ítem puede ser una sola palabra o 1-2 renglones, porque es una manera rápida de documentar y porque es un ejercicio que me ayuda a estar más atenta. Además, me permite ver qué es lo que más registro (las dos listas que completé más rápido y que ya tienen parte 2 y 3 son las de celebraciones cotidianas y cosas graciosas). Te invito a probarlo. Te recomiendo usar un cuaderno de pocas páginas, o designar un sector del cuaderno que estés usando para esto. No te preocupes por definir los títulos de las listas de antemano, fijate qué te va dando ganas de documentar (vale hacer una lista de posibles listas).
Eso es todo por ahora. La próxima carta será desde Ámsterdam (a menos que decidamos no volver, ejem) pero, esté donde esté, seguro que todavía tendré cosas de Maldivas para contarte.
Un abrazo, gracias por leerme y hasta pronto,
Aniko
P.D.: Como te conté en la carta anterior, en cada posdata te comparto alguno de mis productos, lanzamientos y talleres. La promo de hoy tiene que ver con mi etapa viajera. En el 2013 y en el 2016 escribí y autopubliqué mis dos libros de relatos de viajes: “Días de viaje” (mis primeros cinco años de vida viajera) y “El síndrome de París” (acerca del lado B de los viajes). Después de varias reimpresiones y de mucho trabajo de venta y difusión, decidí que cuando se me termine el poco stock que me queda de ambos títulos, ya no volveré a imprimirlos. Es decir que dentro de unos meses ya no estarán disponibles en papel (solo en ebook, o en papel si alguna editorial los quiere publicar). Si querés tenerlos en papel antes de que se agoten (para vos o para regalar), podés conseguirlos en combo a precio especial en mi tienda: acá si estás en Argentina y acá si estás en el resto del mundo. Y, si ya los tenés, gracias por tu apoyo.
P.D. 2: Está saliendo el sol.
P.D. 3: Si te dan ganas de responderme, podés hacerlo a través de los comentarios. 👇🏼
💌 Carta #2: Me cansé de (no) viajar
Hola Aniko!
Hermoso todo lo que contas y veo el paralelo con el último capitulo de "Mientras no escribo". Justamente recibo tu carta en el momento que estoy de viaje. Por primera vez en mi vida, decidí agarrar todos mis ahorros (cuando vuelva a Argentina comeré arroz) y viajar sola durante 3 meses. En realidad, vine primero a Valencia, a la casa de una amiga por casi un mes. Pero el verdadero viaje arranca en Roma que me quedo sola y sigo viaje por varios lugares que nunca estuve. Como vos, yo también me canse de mi trabajo y quiero hacer otra cosa. Qué hacer, no lo sé. Pero salir de mi rutina hizo que avance en proyectos propios que tenía relegados. A la mañana mis proyectos, a la tarde recorro y a la noche laburo un poco para BsAs (porque tengo que seguir manteniendo mis cosas allá jajajaj).
Me quedo con esta frase porque me sirve para el resto de mi viaje: "Pero después entendí que cuanto más rápido acepte lo que no puedo controlar ni cambiar, más rápido voy a empezar a pasarla bien. "
Gracias y espero que sigas disfrutando tu viaje con sol ;)
Hola ☺️
Espero que el resto del tiempo en Maldivas siga siendo tan enriquecedor como ha sido hasta ahora. Espero que también salga el sol a ver si el reel real es mejor que el cerebral que te habías creado. De cualquier modo, ojalá hagas el reel y lo compartas.
También tenía un concepto lujoso e inalcanzable de Maldivas, ya marqué este correo como favorito por si algún día puedo ir.
Tu carta del mes pasado fue un disparador de escritura para mi. Me inscribí en in curso para escribir una novela, cree una nueva cuenta en Instagram para compartir relatos cortos a diario y eso me tiene muy contenta.
Te mando un abrazo.
Eileen